Manuel Vázquez Portal
Ariel, Guido y Miguel no pudieron besar a Gloria este domingo. Raúl Castro no ha querido que así sea. Ella quizás los esperó como cada año. Pero no llegaron.
María Victoria, Gerardo y Juan Francisco, tal vez, fueron temprano hasta el patio acogedor de la casa de un pueblito en Matanzas para llenar la ausencia, suplir el vacío.
Gloria Amaya aguardaba. El cuerpo canijo. El rostro enjuto. El alma enorme. Coronada por todas las alburas del tiempo. Las mejillas vueltas un mapa de arrugas donde el destino de cada hijo se entrecruza para develar la historia familiar. Por esta zanja honda bajo el labio inferior corretea Guido, descalzado y risueño, bajo un aguacero tropical. En aquella hendidura que va mejilla abajo se acurruca Miguel jugando a las escondidas. Y en esa otra cicatriz hecha a punta de días transcurridos que parece adentrase en una oreja cabalga un potro Ariel. Era entonces Gloria la dicha, el rostro terso. Pero, hoy, en los ojos, grandes como de asombro, sólo la esperanza arde como un tenue candil. Su humanidad menuda sobre una silla de ruedas. La falta insondable. La espera infinita.
A sus ochenta años, parecería que sólo espera la muerte, que está vencida. Pero le queda una ilusión. Por ella palpita. Su sangre discurre cálida, viva por leves venas azuladas que la piel, ya apergaminada, transparenta. Su corazón late con las rítmicas diástoles del amor y la entereza. Sus pulmones estrenan el aire con que un día piensa gritar a toda voz la palabra libertad.
Hace catorce años Liberato Gerardo Sigler, el hombre que le llenó de irisaciones la raíz de los sueños, los días de felicidad y el vientre de hijos, enrumbó hacia la muerte. Mas no la dejó sola. Cinco varones quedaban para amarla, protegerla. En cada uno de sus muchachos vivía un poco de Liberato. Las flores que él le regalaba se multiplicaron en las manos de sus vástagos. El patio se llenaba de algarabía con los nuevos nietos y había que buscar más sillas para la enorme mesa del almuerzo de jubileo.
Ella se levantaba temprano, aún ágil como esas hormigas vivaces y laboriosas. Limpiaba la casa. Perfumaba el hogar con fragancias del campo. Ponía sobre la cama el cobertor de los días de fiesta --sabía que allí, uno a uno, se irían acumulando los regalos. Se enfundaba en su mejor vestido y acomodaba sobre la frente altiva los rizos más rebeldes. Ese día no cocinaría. Las nueras hacendosas vendrían a auxiliarla. Los muchachos traerían los más insospechados manjares y golosinas arrancadas a las ruinas de un país donde ni agasajar se puede y empezaría el día de las madres.
Pero este segundo domingo de mayo de 2008 Ariel, Guido y Miguel no pudieron besar a Gloria. El gobierno cubano no quiso que fuera así. Gloria se quedó mirando los caminos. Ni una pizca de polvo se levantó en la lejanía para indicarle que por esas veredas del municipio Pedro Betancourt venían sus hijos. Tal vez los esperó hasta tarde. Quién sabe si en la duermevela del sopor del mediodía soñó con ellos, los vio libres acudir a abrazarla.
Pero Ariel estaba en Ariza, una cárcel cienfueguera donde cumple veinte años de prisión por el simple delito de amar la libertad, su familia, su pueblo. Y tal vez otro preso, con trazos torpes y tinta de dolores le dibujó una flor sobre un papel cetrino para que él la enviara a Gloria en la próxima carta.
¿Y Guido? Guido estaba en Agüica. Otra cárcel, en Matanzas. Condenado también a veinte años. Cayeron presos aquella primavera de 2003 porque los Castro no saben del amor ni la belleza.
Sin embargo, Miguel tampoco pudo ir. Anda con su isla a cuesta por las calles ajenas que otro país le presta. Es un triste exiliado que no puede volver. Su hijo Salomón, nacido en la distancia, sólo ha visto a su abuela en esa foto heroica que muestra unas señoras ataviadas de blanco y un gladiolo en sus manos. No sabe que son Laura, Bertha, Dolia, Julita, Alejandrina, ni sabe que en sus pechos se clama por sus tíos.
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domingo, 11 de mayo de 2008
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