lunes, 8 de diciembre de 2008

Identidad y embargo

By ANDRES REYNALDO

Winston Churchill decía que uno siempre podía contar con que los americanos harían lo correcto... después de haber intentado todo lo demás. En el caso de las relaciones con Cuba, ya es hora. Ambas naciones tienen que reinventar su versión del otro. Para Estados Unidos es una cuestión de coherencia. Para Cuba, de supervivencia. Y Washington se puede dar el lujo de hacerlo antes que La Habana.

Según parece, la administración de Barack Obama favorecerá una política exterior de aproximación preventiva hacia sus enemigos. Remedio simple y eficaz. Antes de enviar a la caballería, se agotan las posibilidades de negociación. En ese ejercicio, el poderoso nunca pierde, pues cuando no consigue la paz adquiere legitimidad para la guerra. En estos momentos, Raúl Castro quiere negociarlo todo; y no me extrañaría que incluso fuera capaz de poner sobre la mesa el cadáver de Fidel. Si es que el cadáver de Fidel todavía vale algo.

Más allá de las consignas, la elite gobernante cubana transpira inseguridad, confusión y horror al vacío. Técnicamente, Fidel no ha muerto. Pero ha desaparecido el mundo que le permitía instrumentar su influencia nacional e internacional. El chavismo, en el fondo, certifica la defunción del castrismo. Habla su lengua pero camina con otras piernas. El factor de cohesión de esa elite es su renuencia a ceder el poder. Su control absoluto de la sociedad le asegura que no va a ser modificada por la actual oposición interna ni el exilio. En rigor, su gestión de gobierno consiste básicamente en desarticular las condiciones que pudieran generar protestas populares. Entonces, puesto que no se aprecia en el horizonte ninguna fuerza capaz de destruirla (y lamento que no la haya), la razón política obliga a preguntar si pudiera ser transformada.

Aquí tropezamos con una contradicción. Esa elite comprende que debe transformarse para sobrevivir y que, a su vez, esa transformación implica su desaparición, aunque sea más tarde que temprano. Una fórmula perfecta para la parálisis. En ese contexto, Washington puede impartir una nueva dinámica con la devolución de la Base Naval de Guantánamo y el levantamiento unilateral e incondicional del embargo, así como de las restricciones de viaje y comunicación entre ambos países. En suma, inhibirse de la ecuación inmovilista y dejar a los jerarcas cubanos sin su mejor coartada histórica.

Se equivoca quien crea que una normalización de las relaciones traerá la libertad de la isla. Probablemente, al mostrar el levantamiento del embargo como una victoria política, la dictadura consiga recobrar por un tiempo una parte de su perdido prestigio. Pero, por primera vez en 106 años, los cubanos de allá y de aquí, castristas y anticastristas, demócratas y antidemócratas, nos quedaremos con todo el peso de nuestro destino en las manos. A ver a cómo tocamos cuando no tengamos a nadie para echarle la culpa de nuestros males ni la responsabilidad de nuestra salvación.

A lo largo del siglo XX, el proceso de nuestra construcción nacional estuvo enajenado por la intervención norteamericana en la guerra contra España, después de haber saboteado durante décadas la gestión autonomista e independentista, así como por la sumisión incondicional de nuestra soberanía republicana a Estados Unidos y luego, peor, a la Unión Soviética. Nuestro discurso nacionalista acusa las taras de un país que no ha tenido la ocasión de mirarse tal como es, a la luz de su cruda y solitaria verdad. El castrismo no es la consecuencia de nuestro fracaso social y económico (que bastante bien nos iba al respecto en 1959) sino de nuestras deficiencias de identidad, de la imposibilidad (muy africana y muy española) de reconocer nuestra diversidad en un proyecto común.

En el marco de una negociación con las autoridades cubanas, los norteamericanos pudieran lograr la liberación de los presos políticos y una mejoría (no mucho más que una mejoría) en el respeto a los derechos humanos. Es todo lo que puede hacerse, y debe hacerse. Lo demás depende de nosotros mismos. La democracia no puede imponerse a la fuerza. Y los cubanos la hemos rechazado más de una vez a la fuerza. Algún día, Cuba ha de cabalgar sobre sus ruinas. Washington no tiene por qué tomarnos de las bridas. Pero nos haría un gran favor si retirara un par de obstáculos.

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